Lupa en mano y cámara en ristre, paseando por lo mejor y lo peor de la ciudad
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domingo, 22 de julio de 2012

Las casas terreras de Santa Cruz (I)

Esta crónica no pretende hacer un estudio histórico de esta modalidad de vivienda tan frecuente en nuestras islas. Nada más lejos. Lo que me lleva a emprenderla es la curiosidad de haber comprobado, desde hace mucho tiempo, la lenta desaparición o la transformación de muchas de ellas, en el ámbito capitalino, y el deseo de dar a conocer una buena muestra de las que siguen existiendo en distintos puntos del mismo. En definitiva, centrarme en su estética, estado de conservación y lugar de ubicación. Aunque haga unas brevísimas referencias a su historia, - inevitables, por otra parte -, sólo me mueve el gusto por hacerles partícipes de la admiración que siempre he sentido por estos otrora humildes inmuebles y, en esta época de colmenas y rascacielos de última generación, objeto de deseo de muchos que, cuando lo consiguen, hacen de ellas verdaderas joyas para vivir de un modo más humano. Hechas, pues, las procedentes aclaraciones iniciales, permítanme meterme, de lleno, en harina.


Estas peculiares edificaciones de un solo piso, junto con las cuevas, las chozas y las viviendas de alto y bajo, constituyen las cuatro estructuras habitables más frecuentes en el ámbito rural canario. Pero, a pesar de su origen, con el paso del tiempo se fueron integrando en núcleos poblacionales más cercanos a las costas del Archipiélago y se convirtieron en el modesto domicilio familiar de muchos pescadores y trabajadores de los muelles. Este fenómeno se dio en casi todos los litorales isleños y Santa Cruz de Tenerife no iba a ser una excepción. Los últimos años del siglo XVIII, los del XIX y los primeros del XX son los testigos de la construcción de estas estructuras cúbicas o prismáticas, erigidas sobre un solar de forma rectangular o cuadrada, aunque algún investigador las data en siglos anteriores.

Hoy, con un trabajo de campo sustentado en la ayuda inestimable de una pequeña cámara fotográfica, he podido descubrir en torno a unas trescientas viviendas de aquellos tiempos, en los lugares más dispares y distantes posible. Muchas, magníficamente conservadas en sus rasgos más característicos y, otras, con pequeñas y grandes variantes sujetas, probablemente, al gusto y capacidad adquisitiva de sus propietarios. Unas cuantas, se venden. Otras, están deshabitadas y, a lo mejor, en espera de algún proceso judicial que impide su venta o su derrumbamiento para edificar, en el mismo sitio, una mole de varios pisos. Esta finalidad o la conversión en vivienda de alto y bajo son las causas más frecuentes de la desaparición de muchas de ellas, a medida que la ciudad va creciendo. También me lleva este trabajo gráfico a encuadrar, en dos grandes grupos, el tipo de casa terrera que aún pervive por estos lares. Uno es el de la inmensa mayoría: construidas a ras de las aceras y con su fachada arrancando directamente de éstas. El otro, lo constituye una minoría: las que cuentan con un pequeño jardín entre la acera y la propia fachada e, incluso, algunas con dos o tres escalones para acceder, desde ese jardín, a la entrada de la vivienda. Éstas últimas están localizadas en un único lugar del territorio capitalino.


Sin embargo, todas muestran elementos muy parecidos en su frente y en su interior. En el paramento frontal, lo frecuente es que tengan una, dos o tres ventanas repartidas a los lados de la puerta, siendo todos estos huecos, rectangulares y amplios. Por lo general, tanto unas como otra, están enmarcadas, en su lado superior y en la parte más alta de los laterales, con adornos que, justo en la mitad, muestran interesantes salientes inspirados, a veces, en los capiteles de las columnas griegas y romanas clásicas, aunque la mayoría es de formas más libres y sencillas a base de elementos florales y curvilíneos. Sobre estos huecos suelen ofrecer una cornisa que recorre la fachada a todo lo ancho, y también con variados aspectos. Por encima de este saliente aparece el muro que la cierra y que se corresponde con el antepecho de la amplia azotea que ocupa toda la zona superior de la casa. Ese muro presenta diversas respuestas: desde artísticas balaustradas a todo lo ancho, pasando por las que se alternan con paramento cerrado, hasta los que son sólo una sencilla pared corrida. Las más antiguas suelen ser las más modestas, presentando sólo la puerta y una ventana, y sin ninguna clase de aditamento ornamental.

 El apartado del color también ofrece una enorme variedad: desde los sobrios tonos armoniosos y apastelados hasta los contrastes atrevidos y muy vivos. Las puertas suelen ser de madera y, en las casas más cuidadas, con cuarterones y barnizadas o pintadas, a juego, con los matices de la fachada; en la carpintería de las ventanas, se aplica el mismo criterio. Hoy, muchas han sido sustituidas por las más prácticas y duraderas de metal coloreado. Nuestro clima templado propicia, sobre todo en verano, la existencia de la polilla en la mayoría de las maderas y esto hace que terminen picándose y haya que suplirlas por nuevos materiales. 

La distribución interior responde, asimismo, a un esquema básico que se repite: un largo pasillo que se inicia en la puerta de entrada a la casa y que acaba en un generoso patio que ocupa todo el fondo o queda en un lateral de la edificación. A ese pasillo se abren las distintas estancias que están ventiladas e iluminadas gracias al tragaluz que se corresponde con la superficie del patio. Una escalera que parte de ese mismo espacio permite el acceso a la azotea. Normalmente, el tragaluz aparece cubierto con algún material transparente o traslúcido para evitar la entrada de lluvia en la vivienda y facilitar la iluminación natural.

Dejo para un próximo post señalar las distintas zonas del territorio capitalino en las que podemos encontrar ejemplares de diversas épocas, que se mantienen en diferentes estados de conservación, estados que tienen mucho que ver con la situación, familiar o administrativa, de los propietarios de cada una.

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