Lupa en mano y cámara en ristre, paseando por lo mejor y lo peor de la ciudad
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lunes, 8 de octubre de 2012

Barrios marineros de Santa Cruz

Para cumplir con mi compromiso de visitar y pasear por algunos puntos de interés del litoral santacrucero, comprendidos entre la playa de Las Teresitas y la propia capital, aquí publico una entrada cuyo fin es, precisamente, invitarles a seguir esta misma ruta, si lo tienen a bien. Cuatro son los núcleos de población que deseo recorrer. Están enclavados en el agreste macizo de Anaga, y más o menos relacionados con un mar cercano, que les hace marineros. 



El primero es el barrio de San Andrés, reducto de vidas de pescadores, en otros tiempos, y hoy más cosmopolita y turístico, a nivel local y gracias a la proximidad de la playa, aunque sin perder aquella identidad echadora de redes y anzuelos. Está jalonado por una hilera de hermosísimos y frondosos laureles, que suben por la rambla de Pedro Schwarts, en su margen derecho, si lo miramos de espaldas a la costa. La otra línea de estos árboles se encuentra en su margen izquierdo y ocupa la calle que asciende hasta unirse con la carretera que lleva a El Bailadero y Taganana. Estas lindes naturales se ven sobrepasadas por caseríos salpicados a lo largo del valle en que este pueblo-barrio (o a la inversa) está encajado. Es una de las concentraciones poblacionales más antiguas de la isla de Tenerife y en la primera mitad del siglo XIX fue municipio independiente. Su historia se remonta a más de 2.000 años, lo cual se demuestra con restos arqueológicos de su pasado aborigen guanche. Hoy, es un espacio luminoso, de calles estrechas, limpias y cuidadas, con ejemplares de casas terreras humildes y antiguas, bien conservadas, con buenos restaurantes y casas de comida, que ofrecen pescado de calidad acompañado a la manera canaria y a la internacional. Con edificaciones modernas para los servicios públicos y con cerca de 4.000 almas que se sienten muy orgullosas del lugar en que residen.



A algo más de 3 km. de San Andrés, abandonando la autovía que nos comunica con la ciudad, podemos acceder a Cueva Bermeja, mucho más pequeño en superficie que el núcleo anterior y con sólo unos 500 habitantes. Sus viviendas trepan por el escarpado terreno y se distribuyen a los lados de un pequeño barranco que transcurre hasta la carretera y que, antiguamente, vertía sus aguas en la desaparecida playa de callaos, de Jagua. No tuvo, ni tiene, tradición de barrio pescador y es la agricultura de subsistencia la que se cultiva en huertas que se aferran a su difícil orografía. La mayoría de sus construcciones son de épocas recientes. Desde sus alturas, si miramos hacia el mar y la capital, veremos gran cantidad de tanques que contienen el combustible que nutre a la vecina dársena pesquera y, además, a una fábrica de cementos que lleva más de treinta años en el lugar, con gran disgusto de los que allí viven, sobre todo, por los ruidos que genera día y noche. 



De vuelta a la carretera y después de recorrer algo más de un kilómetro, nos desviamos a la derecha y nos adentramos en el barrio de María Jiménez que, según cuentan, se llama así porque era el nombre de la dueña de la primera tienda, o venta, de comida y bebida que había en la zona. Como en S. Andrés, nos recibe una hilera de frondosos laureles que proyectan una sombra espectacular sobre una de las vías de acceso al barrio. Es un núcleo de algo más de 2.000 habitantes, que ha ido estirándose a lo largo, y a los lados, de la desembocadura del barranco del Bufadero, con construcciones de todo tipo que se adentran, valle arriba, y conviven con numerosas huertas para el consumo familiar. Como curiosidad, posee una gran charca para el regadío, que se nutre de las aguas que descienden por el barranco. Sus antiguos vecinos vivían de la pesca y de la reparación de embarcaciones en el Astillero que estuvo ubicado cerca de su litoral, muchos años. El paso del tiempo y las radicales transformaciones del lugar, han hecho que hoy se dediquen a todo tipo de actividades profesionales. Una de ellas, es la de la gastronomía, que se destaca por la existencia de varias casas de comidas típicas y restaurantes, que son muy visitados por propios y extraños. Otra peculiaridad que le distingue es la de que es punto de partida de interesantes senderos, poblados de flora y fauna autóctonas, y que transcurren hasta las cumbres de la cordillera de Anaga. Desde hace pocos años, es un enclave muy solicitado para el domicilio de residentes santacruceros, que huyen del bullicio de la capital, pero quieren o necesitan estar cerca de ella. 



El más cercano a Santa Cruz es el de Valleseco, a un kilómetro aproximado, del final de la avenida de Anaga capitalina. Desde la autovía, se aprecia cómo sus viviendas se van agarrando al escarpado terreno y, ladera arriba, van haciendo crecer al más urbanita de los barrios marineros de la ciudad. Sus calles tienen un trazado paralelo y ascendente, que se cruza perpendicularmente con escaleras que las unen. Está rodeado y, a la vez, protegido por montañas como La Jurada, el Monte de Las Mercedes, Las Mesas o el Pico del Inglés. En la costa, cuenta con cuatro pequeñas playas de callaos separadas por muelles diminutos que se adentran en el mar, y que se las conoce como una sola, la playa de Valleseco. El lugar en el que se asienta tiene un pasado histórico relevante en la defensa de Santa Cruz, ante fuerzas invasoras inglesas, a finales del s. XVIII. Sin embargo, vino a poblarse a mediados del XIX, con motivo de los trabajos necesarios para construir el puerto de la capital y sus primeros muelles. Allí vivían los jornaleros que extraían piedra de la cantera de La Jurada, para hacerlos. También los asalariados de la que fue, en esa misma época, sede del aprovisionamiento de carbón que necesitaban los buques de línea que surcaban el Atlántico. Aún hoy podemos ver restos de aquella actividad, en parte de los raíles sobre los que circulaban las vagonetas que trasladaban el carbón hasta el muelle, o en dos de las tres grandes naves en las que se almacenaba el mineral que procedía del Reino Unido. La pena es que el estado de conservación de todos estos vestigios no es el más deseable y un papel histórico tan importante como el que atesora Valleseco, se merece un trato mejor. Sus casi 2.500 habitantes luchan por recuperar su pasado y mejorar su presente. 



Algún amable lector echará en falta la inclusión del barrio de La Alegría, pero, desde mi punto de vista, éste queda más alejado del litoral y no tiene la pasada tradición marinera de los anteriores, aunque también forme parte de los poblados del macizo de Anaga. Mi intención es tratarlo en un próximo post, junto con otros núcleos similares a él y situados en el interior del territorio capitalino. En cualquier caso, tener acceso a la gran o pequeña historia de estos enclaves, pasearlos y disfrutarlos puede ser una experiencia muy gratificante, porque nos lleva a valorarlos debidamente. Aunque resulte paradójico, solemos desconocer las virtudes de los lugares que tenemos más cerca y, a veces, sólo es proponernos visitarlos, recorrerlos e interesarnos por lo que ocurrió y está ocurriendo en cada uno de ellos.