Lupa en mano y cámara en ristre, paseando por lo mejor y lo peor de la ciudad
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viernes, 10 de agosto de 2012

Ya florecen los flamboyanes

La ciudad se incendia poco a poco. Un rojo anaranjado intenso llamea sobre un verde brillante logrando el más saturado de los contrastes. Es una llamarada inofensiva que inunda calles, jardines, paseos y parques, y que supone un disfrute para la vista y el espíritu. Santa Cruz de Tenerife ya retiró la suave alfombra malva que dejaron las efímeras flores de los jacarandás y, en su lugar, se van encendiendo las copas de los innumerables flamboyanes que proclaman la llegada del verano. Por donde quiera que se transite, encontraremos ejemplares, en solitario o agrupados, que ya muestran la plenitud de su floración o están en un tímido inicio de conseguirlo.
A pesar de la gran falta de agua que nos acompañó en las estaciones precedentes, esta maravilla natural ha sabido superar la sequía pertinaz y, agradecida por las cuatro gotas que cayeron, comienza a lucirse esplendente y con una fuerza inusitada. Es una especie originaria de la mayor de las islas africanas, Madagascar - aunque allí se está extinguiendo -, pero que se ha adaptado a zonas del mundo tan diversas como todo el continente americano, el sur de Asia, África y Oceanía. Desde la Florida, Hawaii o Puerto Rico, pasando por Méjico, Venezuela y el Caribe, hasta la India, Australia y Canarias, este árbol de silueta que sugiere una sombrilla por lo esbelto de su tronco y la amplitud de su follaje, recibe nombres tan variopintos como chivato, acacia roja o árbol de lumbre, además del más habitual: el españolizado flamboyán o el genuino francés, flamboyant, que, en una traducción bastante libre, quiere decir flameante, que flamea.

Su denominación científica es Delonix regia y puede llegar a medir hasta 12 metros de altura, aunque la media suele ser de 8. Posee una copa de planta casi circular muy extensa y frondosa, apreciada por la enorme sombra que proyecta y en la que habitan sus flores de cuatro grandes pétalos rojos y un quinto, moteado de amarillo y blanco. No cabe duda de que es un árbol diseñado por la Naturaleza para protegernos del sol y el calor que acompaña a los veranos de lugares con clima tropical o subtropical y, por estas latitudes, tenemos el privilegio de disfrutarlo a lo largo y ancho de todo el archipiélago.
La presencia de la luz solar de las últimas semanas, unida a la suavidad de las temperaturas, está propiciando la espectacular explosión de los ejemplares situados en la Rambla de las Tinajas y sus vecinos del Parque García Sanabria; los de las plazas del Barrio de La Salud; los de muchos jardines privados, los de la calle Horacio Nelson y los del Residencial Anaga. Los ubicados en el litoral más próximo, el de Valleseco, ya están despertando y los de Las Teresitas comienzan a cumplir con su papel protector y beneficioso, además de aportar unos cuantos quilates de belleza a un lugar que la va perdiendo, por desgracia, a pasos agigantados.
A poco que estemos atentos y observemos el entorno, cada día más y por los rincones más insólitos de la capital, nos iremos encontrando con estos prodigios que, con su vital colorido, nos anuncian indefectiblemente, la llegada del estío. 

(Esta crónica fue publicada en loquepasaentenerife.com el pasado 1 de Julio de este mismo año)

lunes, 6 de agosto de 2012

Y ahora, los jacarandás...

Cada estación del año tiene sus encantos, sus árboles, sus plantas y sus flores. En una breve crónica publicada el pasado verano, en esta misma plataforma, hablamos de la belleza de varios especímenes repartidos por nuestra capital y hoy, con una primavera que transcurre con las alteraciones climatológicas que le son propias, queremos destacar la presencia de otra de las especies que más abundan por estas latitudes, en estas fechas: los jacarandás.

No ha llovido todo lo que era de esperar durante el invierno. Sólo ha venido a caer un poco de agua en los últimos días y esta tierra fértil que nos rodea, agradecida, ya deja ver alguno de sus regalos. Sin ir más lejos, esta ciudad capital de provincia se ha visto salpicada, en muchos de sus rincones, por las diminutas flores del esbelto jacarandá. Ya aparecen nuestros jardines, aceras y calles alfombrados por cientos de pequeñas campanillas malvas, que, al más mínimo alisio, se desprenden y caen mansamente, de las finas y largas ramas de este árbol oriundo de la América subtropical. Según los expertos, el nombre de jacarandá tiene etimología guaraní y significa fragante y la que abunda por aquí pertenece al grupo de las mimosifolia, término proveniente del latín que se traduce por hojas parecidas a las de una mimosa. Los jacarandás o jacarandas, como también se les llama, pueden alcanzar alturas entre 6 y 9 m. y sus copas, poco frondosas, suelen extenderse en un área circular de unos 5 o 6 m. de diámetro, siendo muy llamativas sus flores y sus frutos. Las primeras, por su intenso color malva o azul violeta claro y los segundos, por su calidad de leñosos, planos y con forma de castañuelas. La madera de su tronco es muy apreciada en el mundo de la carpintería de interiores.


Es fácil encontrarlos en cualquier rincón de la ciudad y sus copas floreadas destacan claramente sobre las verdes de los laureles o las palmeras, mostrando una asociación cromática muy bella y de efectos relajantes para quien las observe. Calles como el tramo más bajo de Ramón y Cajal o la de Góngora, que limita uno de los laterales del Parque D. Quijote; la de Méndez Núñez, a partir del Parque García Sanabria y hasta su confluencia con la Rambla de Santa Cruz, en la que forman un espectacular techo natural con forma de arco en ojiva, o la propia Rambla a la altura de Horacio Nelson muestran magníficos ejemplares en esta zona intermedia de la capital.
También se pueden disfrutar en la Carretera General que une a Santa Cruz con La Laguna, en la curva de las Dominicas y, más arriba, en el distrito de Ofra, son muy llamativos los de la calle de Elías Bacallado y los pocas que quedan al final de la de Santa María Soledad. Hasta hace un par de años, esta vía ofrecía, de extremo a extremo, una extraordinaria sucesión de jacarandás, en cada una de sus aceras, y, una vez más, el voraz imperio del vehículo rodado impuso su ley y obligó a reducir el ancho de las mismas. Con esa obra desapareció la casi totalidad de aquella excelente muestra y, con ella, un reducto de gran valor en la zona más alta del municipio chicharrero. Quizá, habría que demandar de quienes dicen dedicarse a la cosa pública municipal para mejorar el bienestar de quienes aquí vivimos, que esta indeseable situación no vuelva a repetirse y que, muy al contrario, los jacarandás se cuiden y se protejan, allí donde hoy se les puede admirar. A los jacarandás y a cualquier otra clase de árboles. No en vano, mientras ellos estén, también estará la vida.

(Esta crónica fue publicada en loquepasaentenerife.com, el pasado 30 de Abril de este mismo año)