(Esta crónica publicada en loquepasaentenerife.com, el 23 de Agosto de 2011, es la primera de una pequeña serie dedicada a uno de los rincones santacruceros más queridos, maltratados y controvertidos de la capital: la playa de Las Teresitas)

En estos últimos días, la playa de Las Teresitas ha recobrado actualidad, porque el nuevo concejal responsable del área ha dispuesto su mejora, por medio de la remoción de determinadas zonas. En estas fechas, todo el que vaya por allí se encontrará brigadas de trabajadores dedicadas a reparar, aunque sea un poco, muchas de las deficiencias que muestra la citada playa. Quien esto les cuenta lleva acudiendo a ella hace más de cuarenta años y casi a diario. Haga sol, viento, lluvia o esté nublado. Por eso, he visto cómo la han ido transformando. Merece, pues, hacer algo de historia sobre ella.
Este rincón del litoral chicharrero se encuentra a unos ocho kilómetros de Santa Cruz de Tenerife y hasta los primeros años 70 era de fina arena negra, propia del asentamiento basáltico de gran parte del norte y noreste de esta isla tinerfeña. Hasta entonces, no existía ninguna clase de escollera que contuviera las fuertes corrientes marinas del invierno y, con la marea baja, - excepto en esa estación del año -, había una magnífica y amplia alfombra de arena que llegaba hasta una ancha franja de callaos de todo tamaño. Esos callaos llegaban hasta la base de los riscos que, a modo de pared, siguen jalonándola a todo lo largo. Cuando la pleamar estaba en su punto más alto, alcanzaba el borde de aquella zona de cantos rodados, pero apenas los cubría.

Desde San Andrés, algo más allá del castillo caído, partía una pista de tierra que transcurría a lo largo de los laterales del campo de fútbol y del cementerio y desembocaba en una explanada, delante del Bar Ramos, hasta la que podían llegar los coches. Para adentrarse y llegar a la arena, había que hacerlo a pie. El que quisiera acceder directamente al final de la playa, tenía que bajar, - también a pie -, por otra pista de tierra, que arrancaba en la curva siguiente a los semáforos que hoy se encuentran en el acceso a Las Teresitas y su cruce con la carretera que se dirige a Las Gaviotas e Igueste de San Andrés. De ese camino, apenas quedan vestigios debido a los movimientos de tierra que se han hecho a lo largo de los anteriores intentos de transformación de la playa. Era relativamente corto y pasaba por detrás de aquella única edificación formal que se encontraba cerca de donde terminaba la playa.

En Septiembre de 1960, ambos pasaron algunos días de su luna de miel en aquella desaparecida vivienda. Se habían casado, en Alemania, el 21 de Julio del mismo año y, desde allí, iniciaron su viaje de novios por varios lugares del mundo. Uno de ellos fue este pequeño, pero incomparable rincón, según sus propias palabras. Habían llegado a nuestra isla casi de incógnito. Tanto, que algún periodista local que sabía del acontecimiento reciente de su boda, trató de confirmar su presencia en estas tierras, en el consulado alemán, y siempre se le dijo que no sabían nada. Era la consigna ordenada desde su país, para preservar la intimidad de la real pareja. Pero, como "el que la sigue, la consigue", ese mismo periodista vio premiada su tenacidad, logrando una entrevista en exclusiva, en el mismo escenario en que vivían los Duques.

Según relata Borges en la publicación de la entrevista, fueron atendidos con mucha cordialidad y cortesía al exponerles su deseo de mantener una conversación con ellos. La sorpresa fue descubrir que a la primera pregunta formulada en alemán por M. Herzberg, la princesa contestó en un español prácticamente perfecto. La charla surgió fácil y fluida, a partir de aquel momento. Les explicaron que su presencia aquí, además de formar parte de su periplo de celebración de la boda, se debía a que querían acabar de equipar la casa y para ello, también se encontraban en ella los padres del Duque, que habían llegado en la víspera y estarían allí por más tiempo. Ella se mostró encantada con lo poco que había visto de nuestra tierra y, aunque salían hacia Portugal al día siguiente, tenían ya previsto regresar en 1961, para pasar dos o tres meses y conocer a fondo las islas. El Duque ya había estado en Tenerife, años antes, y le llevaron a ver el Teide. Se quedó tan impresionado que esperaba volver con Diana, para que ella lo conociera. Tenían fama de ser muy sencillos y afables y se cuenta que hoy continúan siéndolo. Recuerdo haberles visto en más de un verano, acompañados de sus primeros hijos, asomados a la terraza de su residencia.
Para completar esta crónica, me van a permitir que les haga una semblanza de cada uno de ellos, porque, en especial la de la princesa, la descubre como un personaje interesante. Diana de Orleáns, princesa de Francia, nació en el Brasil, en la ciudad de Petrópolis, en Marzo de 1940. Es la sexta de once hermanos y tuvo seis hijos con el Duque de Würtemberg. Su infancia transcurrió entre Marruecos, España y Portugal. Durante los años de la II Guerra Mundial, sus padres se vinieron a vivir a Pamplona con toda su familia y de ahí su dominio de nuestra lengua. Desde niña, nunca se manifestó como una princesa al uso y su personalidad la ha hecho romper el molde, generalmente estereotipado, de estas figuras monárquicas. Toda su vida ha sido una enamorada de las Artes, en especial, de la Pintura y siempre se ha dedicado a practicarlas con total entrega. El mundo de la escultura, en sus distintas técnicas, no le es desconocido, y una peculiaridad suya es la creación de muñecas artesanales. Expone sus obras por todo el mundo con la finalidad de venderlas y destinar, todo lo ganado, a las muchas fundaciones que auspicia, patrocina y preside. Están dedicadas a la nutrición, salud y educación de niños enfermos y desafortunados de todo el planeta.

Las imágenes que ilustran la presencia de los Duques en la antigua playa santacrucera las he escaneado de la entrevista concedida a Vicente Borges y de la cual conservo un ejemplar del miércoles, 28 de Septiembre de 1960. No en balde era mi padre y, en gran cantidad de ocasiones, disfruté del privilegio de acompañarle a muchas de sus entrevistas, aunque, esta vez, me la perdí. En dos de esas imágenes, se puede observar, como fondo, el roque de San Andrés, sin las numerosas viviendas que hoy trepan por él. La foto en color muestra al matrimonio en la actualidad y, como todos los mortales, el tiempo también ha pasado por ellos y ha dejado las huellas de las canas, las arrugas y el sobrepeso. Sus muchos títulos nobiliarios, su gran patrimonio y sus posesiones no les han librado de nada.